Atrás dejábamos las primeras ciudades, recuerdos y amigos de Irán. Más atrás quedaban los miedos iniciales.
Partimos de Teherán rumbo al Sur, a Kashan. Ya nos estábamos acostumbrando al calor, a tener que multiplicar por 31.000, a saber si nos hablaban de riales o tomanes (al ser montos tan grandes, lo iraníes usan dos unidades para medir la plata, 10 riales equivalen a un tomán. Cuando algo era muy barato para ser verdad, eran tomanes, pero más de una vez nos entusiasmamos frente a una vidriera), a salir tapados a la calle y al cariño de la gente. Le empezábamos a agarrar el gustito a Irán, a que nos dieran la mano para llevaros a algún lugar, que nos regalaran helados mientras descansábamos en una plaza, a que nos abrazaran después de decirles que nos gustaba Irán.
El comercio floreció en Kashan durante la era Qajar y con ello algunos de sus ciudadanos. Aparentemente en el manual de la fortuna, manual universal e invariable independiente a la latitud donde hayamos nacido, parece que el segundo paso después de hacerse rico, es ostentarlo (hay quienes, malinterpretan estas reglas para ganar una fama espuria e invierten el orden, con lo que logran engañar a los menos despiertos y no por mucho tiempo, pero no viene al caso). Por eso, haciendo uso de sus nuevos riales en el S.XIX se construyeron en Kashan pequeños palacetes, y en los labios de algún mercader persa la frase “mi casa es mi castillo” tenía mucho más sentido que en los nuestros que ya llevábamos varios meses cambiando de cama cada par de días.
Decidimos ir a una de estas casas tradicionales, hoy convertidas en museos u hoteles, a probar uno de los típicos platos de camello en lo que fuera un ataque consciente contra nuestro magro presupuesto. Esos guisos se cuecen en calderos de hierro forjado y burbujean por horas, tornando tierna la carne del dromedario otrora gomosa e intragable, las especias penetren en la carne impregnándola de sabor y olor que no remiten en nada a la fétida bestia, lo que quiero decir, es básicamente que sabe mucho mejor de lo que suena. Camino al lugar nos encontramos con dos parejas. Una, de curadores de arte de Teherán, Ali y Parisa; la otra, un artista polaco y su mujer, que habían sido invitados al país a exponer sus obras. Cuando escucharon nuestros planes, cambiaron de rumbo y decidieron acompañarnos. Es normal entre viajeros, que el simple hecho de estar en la misma sintonía haga que los caminos propios se unan a los ajenos. La puerta de madera tallada que se curvaba arriba en forma de medialuna, daba paso a una escalera que llevaba a la sala principal, donde paneles de stucco adornaban las paredes que reflejaban el color de los vitraux que cubrían las ventanas, por las que se veían los patios exteriores. Un lugar donde el arte y la artesanía jugaban en el mismo equipo. Yo estaba distraído viendo todos estos detalles cuando el encargado del restaurante nos frenó en seco y nos informó que todo el lugar estaba reservado para un casamiento, cuando nuestros compañeros iraníes traducían caí en la cuenta de mirar mejor y ver que todos los hombres de traje que charlaban animadamente, de repente nos miraban a nosotros. Ya estábamos empezando a girar sobre nuestros talones cuando la última frase llegó a oído del padre la novia, que hizo separar una mesa y nos ubicó a todos los hombres. Así que me saqué mis zapatillas de trekking y dejé caer los huesos sobre los almohadones mullidos. Las mujeres fueron invitadas a pasar a otro salón. Ali nos contaba que los casamientos eran separados, por un lado nosotros, mirándonos las caras, del otro lado… misterio, pero la música, los gritos y el zapateo me hacía pasar que las chicas lo estaban pasando bien, mientras que yo escuchaba al polaco que se quejaba “Un casamiento sin mujeres y sin alcohol, que aburrido! Como si no fuera suficientemente malo casarse” –decía resoplando.
Las chicas vuelven al poco tiempo, que por ser occidentales les permitieron estar en el sector masculino, presenciando lo mejor de los dos Mundos, disfrutar del baile y el griterío de las mujeres y ver la grotesca imitación de la danza del vientre que hacían los hombres. Menu se viene riendo y agitando un billete de 50.000 riales, me lo dieron por bailar con la novia! – me dice, Ali nos explicaría que es una forma de agradecimiento y bendición. Nos traen la comida y unos souvenirs y nos dimos cuenta que era hora de partir, al día siguiente queríamos visitar los jardines persas, Patrimonio Mundial de la Humanidad, ver aquellos oasis de flores y árboles en medio del desierto.
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Si había un lugar, una razón, por la que quería ir a Irán, era por la plaza del Imán en Isfahán. Hay sitios que ejercen en mí una especie de magnetismo, el primer síntoma que siento es la ansiedad, buscar a tientas en mi mapa los nombres de las calles por las que circula el colectivo tratando de ubicarme para ver si estamos cerca de ese lugar, la ansiedad se hace más grande una vez que tengo que encontrar donde dormir, “tiene que estar cerca de ahí” pienso y luego me debato, ¿Y si voy y miro?, aunque sea un vistazo, con todas las cosas cargadas como para quedarme tranquilo, sé que en una hora va a estar ahí, pero tengo que ir antes. La parte más calculadora de mí me dice que no, que eso no es aprovechar el tiempo (a veces la razón triunfa sobre el corazón, otras veces me veo arrastrado por la vorágine) y una vez en la habitación del hotel tiro las cosas sobre la cama vacía y salgo, saltando de 3 en 3 los escalones.
Entro en su órbita, como un asteroide, girando alrededor sometido a la fuerza con que me atrae. No puedo salir y sigo girando, mirando. Una vez que logro alejarme no puedo evitar irme caminando hacía atrás, con un tranco corto, casi como si arrastrara los píes, mi vista fija.
Lo dejo atrás y giro la cabeza sobre el hombro, veo por última vez. No puede ser, vuelvo y entro de nuevo a orbitar.
Así me sentí en la plaza del Imán, la plaza Naghsh-i Jahan. Las cúpulas verdes y azules de sus mezquitas se recortan en el horizonte, de los minaretes llega el canto del almuédano y tras sus muros hombres y mujeres se postran en dirección al Sudeste, echando sus plegarias al cielo. Después todo se llena de risas, las familias y amigos, que se cuentan por cientos, disfrutan de ver como el sol se esconde y le da a todo una pátina de bronce con sus últimos rayos, luego es el turno del hombre de iluminar su obra iluminada.
Me niego a darla por conocida en una tarde, así que volvemos a la mañana siguiente. El Gran Bazar rodea la plaza y la conecta con la Mezquita Jameh (donde el cuidador tiene una pequeña caseta llena de postales de todo el Mundo que le envían los turistas que la visitan, donde ahora debe colgar una con la foto de la Plaza Roca de Río Cuarto, probablemente entre una de Copenhangue y otra Albuquere, quien sabe). Desde ahí nos llega el rumor de la gente comprando y vendiendo, el tintineo de los orfebres golpeando las bandejas de plata, que se mezcla con el olor del cuero y las especias, revivimos el espíritu de la Ruta de la Seda y nos volvemos a meter en la plaza, donde los carros tirados por caballos pasean a las parejas.
Primero decidimos entrar a la mezquita jeque Lotf Allah, enfrente del Palacio de Ali Qapu. La entrada a través de la puerta en medialuna es una muestra de belleza y calidad, la caligrafía y los azulejos son de una maestría que no se conocía hasta el momento en el Mundo Árabe, pero el interior fue lo que nos dejó con la boca abierta, los patrones arabescos cubrían cada rincón, de piso a techo, llegando al domo se volvían de color dorado y con detalles cada vez más intrincados y pequeños, lo que lleva a dirigir la vista hacía arriba. La luz que se filtraba por la ventana se refleja en la cúpula y la hace parecer un pavo real. Nos sentamos en el piso de piedra y vimos como se contorneaba el pavo.
Después , pensando que ya no podíamos impresionarnos, cruzamos a la mezquita del Sha, también construida por la dinastía safávida a principios del 1600. Caparrós dijo alguna vez que viajar era el esfuerzo por interesarse por cosas perfectamente ininteresantes: creerlas atractivas. Y fracasar muy a menudo en el intento. Así estaba yo, en el calor, tratando de leer del hombre por el que la mezquita lleva su nombre, el Sha Abbas I, el Grande, recordado en los anales de la historia como el más eminente los gobernantes de su dinastía. La vista iba de las gestas a los azulejos y volvía a retomar a mitad de la historia para volver a distraerme con los motivos de colores que adornaban las paredes. Empieza a llamar el muecín, la gente comienza a entrar en la mezquita, nosotros entramos tras ellos. Siempre me siento incómodo cuando entro a un templo religioso cuyas costumbres no conozco bien, como tanteando y mirando que hace el resto, no quiero quedar en evidencia como un infiel, tampoco es mi idea seguir el ritual, prefiero observar al margen. No importa si es una mezquita, un templo budista, una iglesia ortodoxa o un templo sikh, el hecho de ser el otro, el foráneo, de hacer algo mal y ofender , es algo con lo que no he aprendido a convivir. Ésta vez hice caso omiso de ese sentimiento y me dejé llevar por la multitud al interior, al corazón de la joya, que brillaba como ninguna otra con los 7 colores de sus azulejos.
Otra vez en la plaza nos sentamos en el pasto a disfrutar una buena porción de fereni (o dos), una mezcla en apariencia poco tentadora de harina de arroz, leche, azúcar y agua de rosas, bañada en miel, que es un manjar. Los postres iraníes son increíbles, podría dedicarles una entrada de éste blog a hablar de eso, desde el sonatí (una especie de helado de azafrán) hasta el faloodeh, fideos de arroz congelados con lima y agua de rosa (nosotros pensamos que era una sopa, y nos llevamos una sorpresa cuando probamos que era frío, dulce y ácido), pasando por los frutos secos hasta llegas a los postres hojaldrados con almíbar, pero quedará para otro momento, o puedo usar el silencio de mis palabras para que la tentación de probar todo esto, ponga a alguien más cerca de Irán. Cargamos un poco de fuerzas para ir al puente Si-o-Se Pol y dejamos la ciudad pensando que como dijo Robert Byron, Isfahan es uno de esos lugares como Roma o Atenas, que son como el refresco común de toda la humanidad.
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Subidos sobre un takieh (edificio usado para conmemorar la muerte del Imán Jomeini) teníamos una vista de 360º de la ciudad, una de las más viejas del Mundo, que se extendía bajo el sol del mediodía hasta donde empezaba el desierto. Yadz no tiene esas atracciones que salen en los posters de las agencias de turismo, pero la cercanía del desierto evocaba las aventuras de la niñez de un fulano con ínfulas de soñador que quería viajar por el mundo, hizo que fuera una parada obligada; y desde arriba, nos dimos cuenta que habíamos venido al lugar correcto.
La ciudad se me antojó monocromática, con todas las casa hechas de ladrillos de adobe secado al sol, las calles que serpenteaban en el mismo tono de arena dorada, a excepción de los minaretes e iwanes que ofrecían tintes azules en el mar de arena abrasadora. Desde arriba me acordé de El Cairo, una mole uniforme que se crecía infinita a orillas del Nilo, que yo observaba desde el avión.
Después del mediodía cuando el sol caía con la fuerza que sólo tiene en el desierto, las calles quedaron vacías. La gente se recogía en el umbrío interior de sus casas, protegidos por las gruesas paredes de adobe. Sabíamos que detrás de cada puerta se escondían historias, historias que nunca sabremos y que podrían haber llenado de diferentes matices nuestra hoja en blanco. Por eso, cada puerta cerrada, cada calle que no camino, me produce la misma sensación de saber que hay algo que se me está escapando, la desesperanza de saber que hay cosas que pasan más allá de mis ojos, que sólo ven un fotograma de ésta película.
Aún así nosotros buscábamos bagdirs, torres que sobresalen, rompiendo la monotonía del skyline de la ciudad, para captar el viento y proveer ventilación natural a las casas. Este cruce entre desierto y la ciudad, es una mezcla que por momentos me parecía una confusión del tiempo. Entre las calles zigzagueaban caprichosas, pasando por túneles y arcos, como un hormiguero a cielo abierto. Nos dimos cuenta de los rebusques de los hombres, de su capacidad de adaptarse a cualquier clima, nosotros llevábamos 3 meses de viaje, ésta capacidad se materializa en distintas formas.
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El último destino de Irán fue Shiraz, el corazón de la cultura persa. Nos recibieron en su casa Parisa y su marido Mehdi, miembros de Couchsurfing. Parisa nos llevo a conocer a su familia, a su mamá que nos abrazaba y daba besos, mientras no perdía tiempo de volver a llenar nuestros platos y a su papá que nos ofrecía alguna bebida alcohólica casera que guardaba con recelo en la heladera en la botella de un simple e inocente jugo de frutas. Parecía que querían hacernos recuperar los kilos que se habíamos perdido en el camino.
En la cena ellos debatían, si estaba permitido el ingreso a los no musulmanes al Aramgah-e Shah-e Chagar, traducido como Mausoleo del Rey de la luz, después de deliberar nos informaron que no, que íbamos a tener que conformarnos con ver la mezquita y el bazar del pueblo. Empezamos a barajar dos opciones, la primera era poner la consabida cara de nada e intentar mimetizarse y pasar sin que los guardias se dieran cuenta, pero como camuflarse en Irán para entrar a uno de los santuarios religiosos más importantes del Islam no es tan fácil ni tan buena idea, nos decantamos por la opción dos: volver a poner la misma cara y pedir por favor, invocar a Messi y a Maradona , decir Argentina y hacer la mímica de un avión viajando miles de kilómetros, con la palma abierta y el brazo extendido surcando un cielo imaginario, para apelar a la bondad del guardia y que nos deje pasar.
Por fuera no se veía nada, el muro exterior de ladrillo sólo indicaba que del otro lado el espacio era inmenso. La entrada seccionada (o mejor dicho sexionada) era custodiada celosamente, se cachaba, revisaba y obligaba, entre otras cosas a las mujeres a vestir chador y a dejar las cámaras y mochilas.
El patio que se abrió ante nosotros era gigante, un patio central donde miles de fieles descansaban a la sombra de los santuarios, cuyas cúpulas de azulejos azules, en estilo shirazi (en forma de bulbo alargado) remarcaban el remate dorado.
Los pasos dentro del santuario se amortiguaban por las aflombras mullidas, en el más absoluto de los silencios de sentía el sollozo de los hombres, uno de los ruidos más difíciles de encontrar en un lugar público, que se aferraban a la tumba mientras la besaban antes de caer de rodillas. El interior brilla por los miles de espejos, que colocados en patrones geométricos, refulgían con los colores del arcoíris, por los ángulos en que los habían colocado. Sin ser una persona religiosa fue un espectáculo movilizador ver el poder de la fe en otras personas.
Dejamos atrás la religión. Fuimos hasta donde el viento agitaba la arena, que se amontonó sobre las rocas, hasta cubrir la Capital del Imperio. El tiempo pudo esconder Persépolis, pero no borrar su sombra. La falta de desarrollo turístico de Irán hizo que tuviéramos que tomar 2 minibuses y un taxi para llegar a ella, no pudo sobrevivir a Alejandro Magno, pero se las está arreglando bastante bien para mantenerse fuera del turismo de masas.
En el año 1971 se celebró el 2500 aniversario del Imperio persa, el Sha Mohammed Reza Pahlevi, del que hablamos en el post anterior, decidió realizar una ceremonia que duró 3 días y contó con la presencia de numerosas personalidades internacionales (se cuenta que la organización comenzó 10 años antes y el fin era poner a Irán en el mapa y que se convierta en un miembro activo de la comunidad internacional). La Savak, policía secreta, mantuvo a raya a todos los posibles alborotadores poniéndolos en prisión preventiva y reprimió salvajemente las protestas de aquellos que creían que había mejores maneras de gastar el dinero de las arcas nacionales. Pero no iba a ser tan fácil hacer una fiesta donde iban a asistir reyes, más de 30 jefes de Estado y numerosos dignatarios, embajadores y sobre todo hacerla en el medio del desierto. Para que todo fuera posible, se hicieron 50 carpas diseñadas por una empresa francesa, helipuerto, 250 Mercedes Benz para trasladar a los invitados, árboles también traídos de Francia para ser replantados junto con los 160 chefs implantados que harían el menú, tapicerías y cortinas italianas, arañas de cristal de Bohemia, la porcelana de Limoges creada con el escudo de los Pahlevi en el centro, peluqueros de París y toneladas y toneladas de comida y bebida. Aún hoy se puede ver el cementerio de aquella fiesta que se considera el evento social más importante del Siglo pasado.
Nosotros queríamos ver las ruinas reales, el sitio arqueológico importante. Entramos a la ciudad de Ciro, Darío y Jerjes por las Grandes escaleras, talladas de un solo bloque de piedra, nos imaginamos a los persas, deslizándose por los escalones bajos, hechos así para que pudieran subir con sus elegantes túnicas. Luego pasamos por la Puerta de todas las Naciones, custodiada por grandes toros de piedra, tratamos de imaginarnos como hubiera lucido en su gloria, ahora están bastante deterioradas, pero se adivinan los rasgos, las escaleras de Apadana con los bajorrelieves que muestra las clases sociales más prominentes de la sociedad persa. Subimos hasta la necrópolis, para ver desde arriba toda la ciudad, las columnas de alguno de los palacios se mantienen en pie, a merced del viento y el sol, de otros sólo quedan las bases. Siglos bajo la arena hicieron que mucho se perdiera, sólo quedan vestigios de la majestuosa grandeza en la piedra gastada.
Dejamos atrás la historia. Nos acercamos al hombre. No sabía nada de el ni conocía su obra. Por eso decidimos empezar por el final, por el lugar de su eterno reposo.
Bajo una pérgola adornada se hallaba la tumba, con sus versos más célebres tallados en e mármol blanco. Sobre ella, hombres, mujeres y niños posaban sus manos, dejaban sus besos o abrazaban los laterales con la mejilla descansando sobre la lápida. Se respiraba una atmósfera de solemne respeto y muchos los tomaban casi como un lugar de culto.
Un hombre mayor, se atusaba la barba blanca con una mano nudosa mientras nos llamaba con la otra, todos los iraníes podemos citar de memoria algún verso de Hafez- nos dijo, y en cada casa van a encontrar dos libros, el Corán y alguna colección de poemas del maestro- cerró mientras señalaba la tumba con la cabeza y una sonrisa en los labios.
Yo volví para tocar la tumba, acerqué la mano lentamente a ver si del más allá me llegaba algo de inspiración para escribir de Irán.
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